Don Fermín era un caballero rico. Sin embargo, su
devoción lo ponía de pie todas las mañanas antes de que saliera el sol.
Discretamente resguardado en su negra capa, salía de su casa y se encaminaba a
la misa. Al terminar ésta, volvía de nuevo a su hogar, no sin antes detenerse
ante un Cristo de gran talla y doliente expresión.
Todos los días, don Fermín depositaba una moneda de
oro en el plato petitorio que estaba a los pies de la imagen, cuyos
ensangrentados pies besaba con humildad. Nunca faltaba don Fermín a su cita
matutina. Decían los vecinos que ésta era una de las muchas muestras de la
nobleza que regía el alma del caballero.
Don Ismael Treviño era igualmente rico, pero su
alma era oscura y envidiosa. Le pesaba el bien ajeno, especialmente el de don
Fermín Azueta, por quien sentía una profunda envidia. Aprovechaba cualquier
posibilidad de hablar mal de él.
En el corazón de don Ismael entró el odio por aquel
hombre y llegó el día en que anheló verlo muerto. Invadido en ese mal
sentimiento, comenzó a planear la manera en que, sin levantar sospechas, podría
asesinar a su enemigo.
Concluyó que la mejor
manera de acabar con don Fermín era envenenarlo. Halló a un hombre que poseía
el veneno perfecto: un agua color azul que no daba muerte en el acto, sino que
se distribuía en todo el cuerpo y al cabo de unos días causaba el efecto
esperado, sin causar dolor, sin dejar huella...
Con este líquido aderezó don Ismael un delicioso pastel
que hizo llegar a don Fermín.
Ávido de saber los resultados de su crimen, don
Ismael no quiso perderse un solo paso de don Fermín. Desde muy temprano lo
aguardó en la iglesia a la que acudía todas las mañanas y desde lejos observó
todos sus movimientos...
Don Fermín entró a la iglesia, saludó a todos, como lo hacía todas las mañanas y escuchó
atentamente la misa. Al terminar ésta, se encaminó al Cristo y rezó sus
oraciones. Se inclinó luego con humilde reverencia hacia los pies para
besarlos... y apenas los rozó con sus labios, una mancha negra como el ébano se
extendió sobre la pálida figura.
El asombro y el temor se reflejaron en el rostro de
don Fermín y de todos los que rezaban al Cristo. Pero quien tembló de pavor fue
don Ismael, quien al instante corrió a arrodillarse ante don Fermín y a gritos
le confesó su envidia y cómo había planeado asesinarlo. Estaba claro que el
Cristo, para proteger a don Fermín, había absorbido aquel veneno y como
evidencia había transformado su color.
El noble caballero miró a don Ismael y sintió
compasión. Le dijo quedamente palabras de perdón y lo abrazó como a un hermano
al que no hubiera visto en mucho tiempo.
Don Ismael salió pálido y abatido de la iglesia.
Ese mismo día abandonó la ciudad y jamás se le volvió a ver. La noticia
encendió el fervor entre los habitantes de la Nueva España, quienes desde
entonces acudían a la iglesia para ofrecerle veladoras y oraciones. Cierta
tarde, alguna de esas velas cayó y el Cristo se incendió. Algún tiempo después
fue sustituido por otro, también negro, y fue trasladado al altar de la
Catedral Metropolitana, en el Centro Histórico de la ciudad de México, donde
hoy se conserva.
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